Que la tierra le sea leve al gran André Juillard
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Yo también quiero lamentar el reciente óbito del gran André Juillard, en quien tanto solaz encontré cuando, a partir de La maquinación Voronov (2000), comenzó a ser uno de los dibujantes habituales -con Yves Sente como libretista- de la continuación de las aventuras de Blake y Mortimer tras la muerte de Jacobs. Colaborador de uno de los grandes maestros de la bande dessinée -antes de Blake y Mortimer dibujó las aventuras de Arno (1983-1997), de Jacques Martin. Así que tengo a Juillard entre los mejores de la segunda generación de maestros de la Línea Clara, la posterior a ese triunvirato integrado por Jacobs, Bob de Moor y Martin.
Sirvan estas líneas sobre Las siete vidas del Gavilán (1983-1991), a fe mía la obra maestra del finado, a modo de tributo al gran historietista que nos ha dejado. Se trata de una saga con guión de Patrick Cothias que, más que saga propiamente dicha, puede considerarse todo un ciclo narrativo. Ambientado en la Francia del siglo XVII, está integrado por siete aventuras -La Blanca muerta, El tiempo de los perros, El árbol de mayo, Hyronimus, El maestro de los pájaros, La parte del Diablo y La marca del cóndor- que conocieron sus primeras ediciones españolas entre 1989 y 1992, mientras veían la luz las últimas entregas originales francesas. Sin embargo, fue en el verano del 18 cuando al cabo pude leerlas. Lo sé, es algo imperdonable para alguien que se dice amante de la Línea clara puesto que Las 7 vidas del Gavilán, como El Incal en otro orden de cosas, constituye uno de los hitos indiscutibles del Noveno arte de las últimas décadas.
Dejando a un lado la vanagloria del experto, para la que si pretendiera serlo llegaría con casi treinta años de retraso, el integral de Las 7 vidas del Gavilán constituyó una auténtica epifanía de mi experiencia como lector de tebeos. Su asunto nos propone la peripecia de Ariane de Troïl, hija adulterina del barón de Troïl, un aristócrata auvernés venido a menos. Aun así, con la fortuna suficiente como para desposar a una mujer enamorada de su hermano, la Blanche aludida en el título de la primera entrega, la madre de Ariane. Nacida Arianne en un bosque cubierto por la nieve, mientras su madre huía de su marido, la infeliz parturienta deja su vida en el alumbramiento tras desnudarse para abrigar a su hija con su vestido. Como si tanta desdicha sirviera de acicate del Diablo, el Maligno, una hechicera y un gavilán marcarán el destino de la familia Troïl, que discurre en paralelo al del delfín que será el futuro Luis XIII de Francia.
Las 7 vidas de Gavilán sería un cómic de espadachines si no estuviera trufado por la nigromancia y el más absoluto escepticismo. Pese a que en La historia en los cómics (Glenat, Barcelona, 1997), el interesantísimo estudio publicado por Sergi Vich en la Biblioteca Cuto que es uno de mis textos de referencia al respecto, no merece cita alguna, Las 7 vidas del Gavilán es también un cómic histórico. En las primeras entregas, Enrique IV es uno de sus protagonistas. Como también su segunda esposa, María de Medici. El rey traba amistad con Germain Grandpin. Puesto a dar cuenta de la camaradería que les une en tabernas y burdeles, Cothias nos descubre a un monarca crápula y sucio. Con cierto sentido de la justicia, sí. Pero, antes que nada, objeto del escepticismo del guionista. Tanto es así que se llega hasta lo escatológico. Algo impensable en Alejandro Dumas, acaso el modelo de todas estas ficciones.
Por su parte, la de Medici, despreciada por el rey y al corriente de sus devaneos, conspira “con sus italianos” contra los hugonotes, con los que Enrique IV, pese a haber abjurado de su fe, aún simpatiza. Las guerras de religión que asolaron Francia a finales del siglo anterior están recientes: Las 7 vidas del Gavilán -cuyo título evoca a Las 7 bolas de cristal (1943) de Hergé de forma inequívoca- comienza en 1601. Por sus páginas, en las que se reproduce la corte francesa anterior a Versalles con un primor digno del de la Roma de las aventuras de Alix o la Francia de las de Jhen, también circularán personajes históricos como el cardenal Richellieu e incluso clásicos de estas ficciones como los tres mosqueteros. En La parte del Diablo, llegado un lance de Grandpin con un traidor, será Porthos quien deje su tizona a Grandpin para darle al felón la última estocada.
En las primeras entregas, el principal hilo argumental, en lo que a la familia Troïl se refiere, es el de su rivalidad con su vecino: el conde Thibaud. Este miserable será la primera víctima de Máscara Roja, el Gavilán. Este justiciero enmascarado, según explica Cothias en los textos y cartas, que entre los bocetos de algunas viñetas sirven de introducción al volumen, es un personaje complementario a Masquerouge, un enmascarado también creado por Cothias y Juillard entre 1988 y 2004. Dado el entusiasmo con el que he descubierto el universo de capa y espada creado por estos dos historietistas, juro por estas líneas hacerme con la traducción española de las aventuras de Masquerouge apenas pueda.
En lo que a Las 7 vidas del Gavilán respecta, serían un divertimento delicioso, como una película de espadachines de André Hunebelle, Christian-Jaque o cualquier otro de los cultivadores de un género en el que la pantalla, especialmente la gala, se ha prodigado con largueza. Pero, además del escepticismo, hay algo en la serie que marca una distancia con la ligereza de esas películas. No es tan evidente como la evolución del dibujo entre las primeras entregas y las últimas -parece ser que las aventuras de Tintín son las únicas con las viñetas homogenizadas en todos sus álbumes-, pero se palpa.
Para empezar, Ariane es un personaje tan sensual como la Nastasia de las entregas de Blake y Mortimer debidas a Yves Sente y Juillard. Especialmente, la Nastasia de El santuario de Gondwana (2008). La evolución de Ariane, desde su nacimiento el mismo día que el delfín hasta su aparente muerte, ya convertida en el nuevo justiciero que se oculta tras la máscara roja, nos lleva de una niña traviesa y decidida, como un niño echao pa’lante, a una mujer que acaba sojuzgando al hombre que la ultraja -el propio Grandpin-, a quien por cuestiones de honor convierte en su maestro de esgrima.
Desde que le ve por primera vez, mientras suelta a los pobres la clásica perorata sobre la injusticia subida al púlpito de la iglesia local, Ariane admira al enmascarado. Juega a ello con su hermano, Guillemont, lo que al muchacho acabará por costarle la vida. Ella misma, ya en París, terminará ocupando el lugar del justiciero, en liza con los conspiradores italianos del momento. Entre ellos no falta el propio rey.
Ese escepticismo al que me refiero tiene una de sus expresiones inequívocas en lo crítico que se muestra Cothias con los dos soberanos, Luis XIII encarcela al primer enmascarado durante largos años. Al salir, convertido en el Cóndor, dará muerte en un duelo al nuevo Máscara Roja. Ignora que quien ha ocupado su lugar es su propia hija: Ariane. Aunque se sabe, pese a que hay unas viñetas en que el justiciero le jura a su hermano que no es el padre de la joven, la confesión viene dada por una carta que el Cóndor manda a su hija, a la que no sabe que acaba de ensartar en el célebre duelo.
Publicado el 3 de agosto de 2024 a las 18:00.